
Ahí estaba, en el extraño bolsillo de mi pantalón azul. Por mucho tiempo solí pensar que aquellos bolsillos no tenían fondo, que estaban invadidos por el hambre como cualquier otro vacío. Mentiría si dijera que fue una sorpresa. Porque lo repentino no apareció como la magia, sino que premeditado al igual que el vacío de mis bolsillos. Y esa es precisamente mi mayor mentira, porque cada vez que mi mano se sumerge para buscar algo simulo el vacío, finjo el sin fondo para borrar hasta el más remoto recuerdo de ese verano amarillo. Así al menos lo creí, pero la memoria dicen, "es muy frágil", y de a poco como en un sueño, ese color cálido se fue transformando en el pálido gris de mi sombrero. El mismo que use todos los días, casi como un ritual para protegerme del sol. Volví a sumergir mi mano y, disimulando, desdoblé aquel panfleto de temporadas añejas. Ahí estaba, desde siempre habitando el vacío de mi bolsillo. Mi ojo no lo quería admitir y mi mano quiso volver a habitar ese confortable espacio. Encontró algo nuevo, mi antiguo banderín. Se disfrazaba de sedante para combatir quizás la esquizofrenia de mi vida. Lo tomé, esta vez no disimulé. Vi entonces nacer mis alas, ansiosas de desplegarse para emprender un rumbo desconocido. Boté el papel obsoleto, clavé en un hongo lo antiguo y, como un árbol, decidí crecer alimentándome desde mis raíces, desafiando la gravedad para seguir al sol.
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